miércoles, 15 de abril de 2009

Inteligencia emocional, de corazón

La difusión del concepto de “inteligencia emocional”, a raíz del famoso libro de Goleman fundamentalmente, abrió la puerta a una nueva forma de ver el conocimiento y la vivencia humana. Una visión diferente, dentro del entorno de las ciencias empíricas y la psicología cognitiva, de las habilidades naturales, latentes o explicitas, en cada persona. Una orientación renovadora y una redescripción de ciertos conceptos, intuidos o vinculados, por lo general, a cuestionables sistemas de creencias. Una nueva visión que se ha ido ampliando y matizando con muchas otras: inteligencia social, ecológica, espiritual, kinestésica, conciencia planetaria, etc. Y todo ello se ha visto respaldado, de ahí su peculiaridad, por las investigaciones de la neurociencia y la neurocardiología; es decir, por la ciencia que se había situado, hasta ahora, en el extremo opuesto de las intuiciones místicas y los sentimientos.

El mundo de las emociones fue durante siglos una asignatura pendiente. Lo fue para las personas que participaron de la cultura occidental, cuanto menos. Y lo sigue siendo aún. A esto ha contribuido la conexión establecida con la moralidad y la religión. La mayor parte de los conceptos morales y religiosos que se nos han transmitido, en su forma popular y cotidiana, consisten en advertencias temerosas y condenatorias con respecto a los deseos. Se nos enseñó que la mayor parte de las emociones son malas o peligrosas porque escapan al control de la razón. Aprendimos a luchar con nosotros mismos, convencidos de portar o consistir en una parte buena y otra mala. Así dejamos de escuchar el pálpito del cuerpo, de comprenderlo, para filtrar sus impulsos a través de los tamices de diferentes credos, normas y dogmas, a veces contradictorios entre sí. Con el tiempo, hemos llegado a dudar íntimamente de nosotros mismos y a condenarnos, hasta extinguir nuestra voz. Hemos quedado a expensas de preceptos ajenos, que consideramos propios y presumiblemente buenos. Evitaré criticar, no obstante, los buenos propósitos que nos han sido transmitidos, seguramente, por parte de quienes de verdad nos querían y apreciaban; de quienes querían lo mejor para nosotros. De sus buenas intenciones no dudaré jamás, a pesar de habernos llenado de prejuicios y condicionamientos limitadores. Me propongo, en todo caso, reflexionar sobre sus efectos, directos o indirectos, y buscar alternativas prácticas.

Resulta sorprendente observar que frente al amor, la paz, la compasión y la fraternidad universal, conceptos predicados en una u otra forma por todas las grandes religiones, lo que verdaderamente vivamos en el día a día sea la sospecha, el temor, la incomprensión, la soledad, el odio y la violencia. Y no deben echarse las culpas tan sólo a la descreencia religiosa o espiritual, que amenaza nuestros días desde el nihilismo hedonista; desde el imperio del placer, caiga quien caiga.

La mirada ingenua del perfecto salvaje, del que nos mostró Rousseau, por ejemplo, se llenó de sombras. Se llenó de un lodo pantanoso y enfermizo. Y tal vez ocurriera, como dijo Nietzsche, cuando los sacerdotes, desde su más remota antigüedad de brujos y hechiceros, nos enseñaron a ver el mal, a dotarlo de existencia, donde sólo había naturaleza. Y nos llenaron el mundo de espíritus diabólicos. Pero tengamos cuidado para no caer en la misma trampa que tratamos de disolver; para no demonizar de nuevo nada ni a nadie.

También los esfuerzos realizados para alcanzar un conocimiento científico-técnico, admirables y valiosísimos, procuraron amputar el enojoso mundo de las emociones y los sentimientos, vendido a veces al de los intereses económicos. Ocurrió para conseguir el dominio del medio y la mejora en los elementos materiales de la calidad de vida. Nobles propósitos sin duda, con grandiosos objetivos alcanzados, de los que hoy no quisiéramos ya prescindir.

Por más que los positivismos racionalistas se esforzaran, disfrazados incluso de religiosidad, espiritualidad y moralismo, en marcarnos el camino del control y la represión de los impulsos, de los pálpitos; por más que se pretendiera evitar las mareas y tempestades en el agitado mar de las emociones, con diques y cadenas, seguimos topándonos con la evidencia: no se puede convertir el rugir de los océanos en idílicas brisas de mansos lagos. La vida es voluntad de poder, como escribiera Nietzsche; es pálpito y pulsión. Una voluntad de poder que se encuentra antes y después de los juicios de bueno y malo. Una pulsión vital que necesitamos comprender; con la que precisamos sintonizar y resonar. Sintonizar y no juzgar, para evitar las hecatombes hitlerianas, estalinistas, maoístas, sionistas, del terrorismo islamista o de cualquier otro signo. Esforzarse por acallar tal voluntad o pulsión, a través de creencias discriminatorias, es apuntarse al partido de la muerte. Da igual quién lo haga. Da igual el fin o los medios utilizados. Necesitamos un nuevo rumbo. Un nuevo rumbo con ritmo, conciencia y sintonía de los ecosistemas vitales. Un nuevo mundo en que dejemos de ver la basura, no porque deje de existir sino porque en ella logremos percibir tan sólo, por todas partes, elementos reciclables. Un nuevo mundo en que la visión del mal sea sustituida por el pálpito de la bondad que en todo existe, por pequeño que sea. Un nuevo mundo que necesitamos construir con urgencia.